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Los viajes suelen tener más de un efecto positivo en las personas: reducen el estrés, mejoran la memoria e incrementan la confianza en uno mismo. Y aquí es donde entra la ciudad de Québec, con su magia única.
Tuve la fortuna de hacer un viaje de 14 días a Québec, dentro de un programa internacional en convenio con el colegio Saint-Charles Garnier. El objetivo era intensivo: perfeccionar el francés y, al mismo tiempo, conocer los lugares típicos de la ciudad y sus tradiciones en esa época del año.
Mi intercambio fue del 30 de noviembre al 14 de diciembre, y nos hospedamos en la Université Laval —fundada en 1663, la primera institución de educación superior en América del Norte—, donde nos incluían desayunos y cenas.
Las comidas del mediodía estaban incluidas durante el horario de clases, de 8:30 a 15:00. Cada día traía consigo nuevas actividades, muchas organizadas por el colegio, que nos permitían explorar la ciudad y convivir como grupo.
El primer día asistimos a un partido de hockey en el Centre Vidéotron, viendo jugar a los Remparts du Québec, equipo fundado en 1969. Fue mi primer partido y también mi primera gran impresión: un ambiente completamente distinto a lo que se vive en México.
Esa misma noche nos entregaron nuestras llaves de habitaciones y conocimos a nuestros roomies. Para mí, ahí empezó una nueva aventura, y ahí conocí a quienes hoy considero mis mejores amigas.
Al día siguiente tuvimos una cena en grupo y visitamos el Vieux-Québec (Viejo Québec) que tiene una arquitectura colonial francesa, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1985. Sus calles estaban adornadas con luces navideñas y parecían sacadas de un cuento. Caminamos hasta llegar a la famosa cafetería La Maison Smith, se encuentra en el centro de la plaza Place Royale, donde probé por primera vez el latte à l’érable (latte de maple) que desde entonces, se convirtió en un sabor que me transporta a esos días.
Más que un viaje para conocer lugares, esta experiencia fue para conectar con la ciudad y con las personas, también aprendí algo invaluable: que cada momento es único y no siempre se repite. Hay que vivir con el corazón en la mano y sonreírle a la vida, incluso en la incertidumbre.
Uno de los momentos más mágicos fue la caminata en Duchesnay, un centro natural ubicado en las afueras de Québec. Allí, entre montañas y bosques nevados, vimos animales y compartimos risas que nos unieron como grupo. El aire frío acariciaba todo mi cuerpo, los paisajes parecían irreales, como si de repente estuviera dentro de una película.
El primer fin de semana fue de los más intensos. Visitamos el Site Traditionnel Huron-Wendat, donde aprendimos sobre la cultura y tradiciones de este pueblo originario de Canadá. Más tarde fuimos al Grand Marché de Québec, un mercado inaugurado en 2019 que reúne lo mejor de los productos locales. Con 20 dólares en mano, elegí un bagel de salmón ahumado, un clásico canadiense, fresco y delicioso, además de probar una pizza margarita.
Ese mismo día visitamos la Basílica de Sainte-Anne-de-Beaupré, construida en 1658 y famosa por ser uno de los mayores lugares de peregrinación en Norteamérica. El tour duró poco más de una hora, pero me dejó sin palabras al ver la belleza de su arquitectura.
Para terminar, recorrimos las Cataratas de Montmorency, con sus 83 metros de altura (30 más que las del Niágara). Estaban parcialmente congeladas, y aunque el mirador estaba cerrado, contemplarlas fue uno de los recuerdos más impactantes de todo el viaje.
La última visita fue a una cabane à sucre (granja de maple), donde aprendimos cómo se elabora el jarabe de maple y cómo se hacen las tradicionales paletas de maple sobre nieve. Fue divertido, sencillo y delicioso, aunque nos explicaron que no se deben morder, sino disfrutar de un solo bocado.
Este intercambio, aunque corto, cambió mi forma de ver las cosas. Me enseñó que hay un mundo enorme por descubrir, lleno de culturas, amistades y momentos que nos transforman.
Aprendí que lo que está destinado a encontrarte lo hará, y que las verdaderas amistades permanecen sin importar la distancia. Québec dejó una huella en mí: fue más que un destino, fue mi hogar durante 14 días.
Allí, cuatro niñas mexicanas nos encontramos en un lugar lejano y descubrimos que, aunque estemos a miles de kilómetros, un vínculo verdadero nunca se rompe. Que un adiós no significa siempre un final, sino un “nos vemos después”. En mi caso, fue un “nos vemos en la siguiente aventura”.
De todo corazón, gracias, Québec.
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